Hay sangre por todos lados. Aquí, allá, más allá. Ella, aquella y yo estamos de pie los tres frente a un cuerpo que yace sin vida, sin fin y sin luz. Ella, como si nada pasara; aquella, no deja de llorar; y yo, entre el duelo y la realidad. ¿Qué vamos a hacer? ¿Confesar? No lo creo, aún no sabemos quién ha sido. ¿Investigar? Lo dudo, no tenemos tiempo. ¿Ocultarlo? Es imperativo. Ninguno puede caer, ni por este crimen ni por nada. Ella, sagaz e infernal, va por los guantes. Aquella, noble y frágil, sigue llorando. Yo, callado y pensativo, detallo todo el plan. Con todo listo movemos el cuerpo: lento, muy lento. Ella, muy cuidadosa, no lo toca.
– ¿Qué debemos hacer? – pregunto señalando el problema – ¿Estás segura?
Luego de solo responderme con un “Nadie va a caer”, lo envolvemos, cerramos la bolsa y lo montamos al auto. Yo conduzco, ella piensa, aquella llora. Hemos llegado a un bosque y no hay nadie cerca: es momento de hacerlo. Cogemos las palas, empezamos a cavar muy profundo, lo tiramos y luego lo cubrimos. El suelo está como antes y empezamos a correr: rápido, muy rápido. Ella conduce, yo pienso, aquella llora. ¿Notarán que no está? Claramente. ¿Sospecharán de nosotros? Es posible. ¿Alguien va a caer? Definitivamente no. Somos cómplices de este crimen. Aunque uno lo haya asesinado, todos estamos en esto. Ella, sigue calmada; aquella, llorando; yo, hablando. Nadie supo que estábamos con él, ningún mensaje lo prueba y no hay cámaras aquí.
¿Por qué nos vimos con él aquí? Donde no hay cámaras ni vecinos. ¿Por qué sabíamos a donde llevarlo? Donde nadie nos vería. ¿Por qué lo invitamos en persona? Para que no hubiera registro. ¿Por qué le dijimos que no le contara a nadie? Para todas las preguntas solo hay una respuesta: alguien iba a cometer un crimen, pero no este exactamente.
Llegamos y limpiamos todo: toda la sangre y todo el desastre. El cuchillo está en el piso. Todos nos miramos. Al tiempo preguntamos: “¿quién ha sido?”. Uno de los tres confiesa. Ella, sigue calmada; aquella, llora más fuerte; yo, cojo el cuchillo. Se lo entrego y ahora ella lo sostiene. Lo limpiamos, lo quemamos y lo enterramos. Lejos: del cuerpo y de nosotros.
– ¿Por qué lo has hecho? – pregunta alguien.
– Iba a matarme – responde otro.
Meses después ella, aquella y yo sabiendo todo lo que pasó, seguimos adelante. Estando solos los dos, le digo a ella:
– Es hora de volverlo a hacer – mirándola mientras sonrío.
– Sí, pero elijamos bien – devolviéndome complicidad. – Uno que esta vez sí lo logre – aclara.