sábado, 1 de junio de 2024

Cómplices de Juan Esteban Restrepo Carmona

Hay sangre por todos lados. Aquí, allá, más allá. Ella, aquella y yo estamos de pie los tres frente a un cuerpo que yace sin vida, sin fin y sin luz. Ella, como si nada pasara; aquella, no deja de llorar; y yo, entre el duelo y la realidad. ¿Qué vamos a hacer? ¿Confesar? No lo creo, aún no sabemos quién ha sido. ¿Investigar? Lo dudo, no tenemos tiempo. ¿Ocultarlo? Es imperativo. Ninguno puede caer, ni por este crimen ni por nada. Ella, sagaz e infernal, va por los guantes. Aquella, noble y frágil, sigue llorando. Yo, callado y pensativo, detallo todo el plan. Con todo listo movemos el cuerpo: lento, muy lento. Ella, muy cuidadosa, no lo toca.

– ¿Qué debemos hacer? – pregunto señalando el problema – ¿Estás segura?

Luego de solo responderme con un “Nadie va a caer”, lo envolvemos, cerramos la bolsa y lo montamos al auto. Yo conduzco, ella piensa, aquella llora. Hemos llegado a un bosque y no hay nadie cerca: es momento de hacerlo. Cogemos las palas, empezamos a cavar muy profundo, lo tiramos y luego lo cubrimos. El suelo está como antes y empezamos a correr: rápido, muy rápido. Ella conduce, yo pienso, aquella llora. ¿Notarán que no está? Claramente. ¿Sospecharán de nosotros? Es posible. ¿Alguien va a caer? Definitivamente no. Somos cómplices de este crimen. Aunque uno lo haya asesinado, todos estamos en esto. Ella, sigue calmada; aquella, llorando; yo, hablando. Nadie supo que estábamos con él, ningún mensaje lo prueba y no hay cámaras aquí.

¿Por qué nos vimos con él aquí?  Donde no hay cámaras ni vecinos. ¿Por qué sabíamos a donde llevarlo? Donde nadie nos vería. ¿Por qué lo invitamos en persona? Para que no hubiera registro. ¿Por qué le dijimos que no le contara a nadie? Para todas las preguntas solo hay una respuesta: alguien iba a cometer un crimen, pero no este exactamente.

Llegamos y limpiamos todo: toda la sangre y todo el desastre. El cuchillo está en el piso. Todos nos miramos. Al tiempo preguntamos: “¿quién ha sido?”. Uno de los tres confiesa. Ella, sigue calmada; aquella, llora más fuerte; yo, cojo el cuchillo. Se lo entrego y ahora ella lo sostiene. Lo limpiamos, lo quemamos y lo enterramos. Lejos: del cuerpo y de nosotros.

– ¿Por qué lo has hecho? – pregunta alguien.

– Iba a matarme – responde otro.

Meses después ella, aquella y yo sabiendo todo lo que pasó, seguimos adelante. Estando solos los dos, le digo a ella:

– Es hora de volverlo a hacer – mirándola mientras sonrío.

– Sí, pero elijamos bien – devolviéndome complicidad. – Uno que esta vez sí lo logre –  aclara.

Donde los barcos acaban de Juan Camilo Castaño Chavarriaga

Ella se sube pesada a la cama, me acaricia, me canta, pero por más que su presencia alumbre estas noches sin estrellas, decido no mirarle. Todo está muy oscuro y decido no mirarle. Solo miro la ventana y espero a que se vaya.

Pero siempre regresa a mi lado, siempre regresa a mí. Cuando en este barco puede visitar a tantos sin falta y con motivo, cuando puede acostarse con ellos y no dudar que caerán rendidos ante su pelo largo y lacio, en su lugar entra a mi habitación de falso grumete para consumirme todas las noches, besarme con sus labios morados bien fríos, congelarme con su aliento bajo cero, treparse con sus dedos cuasiaraña por cada una de mis vértebras al ritmo sórdido del mar, el ritmo levógiro, de giro leve y de sabor roído; a pesar de que nunca, aunque más lo desee, dejaré de darle la espalda para mirarla.

Pero ella vuelve y vuelve y vuelve. Yo no duermo y ella vuelve y yo solo miro el cielo, el mar, el fondo de una ventana sin luceros, porque para hacerme el sordo a sus caricias, busco en mi memoria tiempos cuando aún habían estrellas. Busco memorias de ultratumba de antes del escape al mar, donde cantábamos felices en el pueblo sobre sombras que se alimentaban de los malos hombres, con alas gigantescas magulladas de tanto sol, con cuernos circulares y picos que gritaban como una flauta. Sombras de nuestros antiguos mitos y leyendas que murieron con la caída del firmamento, para los que a veces me pregunto si no hablaban de ella. Pero aun así, no me vuelvo de espaldas para confirmarlo.

Y, sin embargo, ella siempre vuelve. Vuelve cuando parece que temo, cuando pienso más en las estrellas que faltan. Ella la condenada que me acaricia bajo la oreja esperando que le responda, pero no lo hago, porque no soy como los otros, no sucumbo a la culpa de escapar al mar para ocultar los pecados cometidos en tierra. Escapo como ellos pero no soy débil como ellos. Yo sí le doy la espalda.

Mas ella continúa volviendo. Tras cada tormenta, tras cada relámpago, siempre está ella. Tras cada recuerdo de la sangre, del dolor, está ella. No con el cuerpo terso, helado, de una dama, sino como el monstruo que en realidad es. Ella la de alas que bate para acariciar. Ella la del pico que sopla para cantar. Ella la de las leyendas muertas, el grillete de los asesinos, ella la que se alimenta de los culpables. Ella la que me busca especialmente a mí porque sabe que a mí la culpa no me acompaña, y que solo se hace humana porque cree que mis cadáveres me asustan. Pero no lo hacen. No le temo a ella ni a lo que hice, ni al pueblo que dejé atrás, ni a las estrellas que ya no brillan.

Porque si tiemblo no es de miedo, es de frío. Y si algún día muero, no será por ella. No me dejaré llevar a su infierno de pecadores sin rumbo. Yo me bajaré de este barco sin haber mirado atrás. Yo me bajaré de este barco sin caer en su tentación. Yo me bajaré de este barco… algún día que pueda, una vez descubra cómo salir de este inmenso mar sin estrellas.

Tú, epifanía de Mavelin Montes Aguilar

Había una vez una joven amable llamada Denisse que vivía en un pueblo apartado y pobre. Todos los días debía levantarse temprano para poder ir a la Gran Ciudad a estudiar. Vivir allí era demasiado costoso, así que Denisse tenía que viajar cuatro horas cada día de ida y vuelta.

Siendo una de las pocas jóvenes que no vivía en el internado, no tenía amigos y continuamente recibía miradas despectivas de sus compañeros, quienes consideraban que personas como ella ni siquiera deberían respirar el mismo aire. Sin embargo, Denisse no se inmutaba ante esas actitudes, pues siempre tenía en mente la misión que había ido a cumplir.

En el internado, todos los años, los jóvenes que estaban a punto de terminar debían viajar obligatoriamente. El destino de este viaje era desconocido para todos excepto para los directores. Había muchas especulaciones al respecto, pero nadie sabía realmente qué ocurría, ya que los que se graduaban nunca volvían a ser vistos. A pesar de la incertidumbre, todos esperaban con emoción ese día.

Finalmente, llegó el día del viaje para Denisse y sus compañeros. Era la primera vez que ella viajaba en el mismo medio de transporte que sus compañeros, y las burlas no se hicieron esperar. Ni siquiera le dejaron un puesto donde sentarse, ya que ocuparon intencionalmente los libres con sus bolsos. De no ser por Micael, un joven que había llegado unas semanas antes y que extrañamente había sido aceptado a pesar de que el año estaba a punto de terminar, Denisse habría tenido que quedarse de pie durante esas largas horas de viaje.

Ya era de noche cuando llegaron a su destino. Aunque estaba oscuro, el lugar, que parecía un castillo, estaba bien iluminado y era impresionante. El conductor, el único adulto que los había acompañado, les dijo que tenían total libertad para elegir sus compañeros de cuarto y luego se retiró a su dormitorio. Denisse fue directamente a escoger un cuarto, y Micael la acompañó. Desafortunadamente, en medio de la noche, Denisse se dio cuenta de cómo Micael intentaba sobrepasarse con ella. Después de darle un fuerte golpe para que la soltara, Denisse se marchó del castillo, prometiendo volver después.

La mañana llegó y con ella la sonrisa de cada alumno que ansiaba vivir las mejores vacaciones de su vida. Sin embargo, la sonrisa desapareció rápidamente cuando se dieron cuenta de que el castillo, que antes parecía majestuoso, ahora parecía tenebroso. Las puertas estaban completamente cerradas y el único adulto había desaparecido. En su lugar, lo único que brillaba era la silla frente a la puerta principal, donde Denisse estaba sentada, vestida completamente diferente, con una gran sonrisa dándoles la bienvenida. Su misión estaba a punto de ser completada. Después de todo, ella era la epifanía, bien resguardada.

Compañía de José David Jaramillo Rojas

He llevado días melancólico, todo luego de un rompimiento, luchas internas entre la razón y el sentimiento. Estaba como siempre lleno de melancolía durante el día, por lo cual entrada la tarde me dispuse a ir a un lugar a ver si allá despejaba un poco la mente y encontraba algo de compañía. De camino, abstraído, me pareció ver la figura de ella en la lejanía, la de la dueña de mi melancolía; mi corazón se detuvo por un instante, mi mirada y pensamiento tampoco pudieron de ello librarse, paso todo por mi mente, sentí pánico y amor, luego nada más percibí que todo era una ilusión, todo era obra del fantasma que atormenta mi mente por placer, que aquella visión era falsa e inexistente, como el lazo que unía nuestras vidas alguna vez, que realmente estaba solo y aquella era otra, y que lo que yo anhelaba tontamente era su compañía y no este sentimiento de derrota. Luego ante tal golpe de imaginación mediado por la pérdida de cordura y lucidez, me puse a pensar que será lo que dice aquel fantasma de mí:

«Al verlo andando por el prado, con aquella mirada que denotaba su melancolía, viendo como lloraba mientras aun no percibía mi presencia en la lejanía, vi perfecta la ocasión para mi silueta mostrarle, darle datos y recuerdos que le incrementen su sentir, con lo cual realicé mi acto y ante sus ojos perdidos me descubrí. Su mirada se fue a blanco y se notó su confusión, lo vi dudar si realmente lo que veía era yo, así que le mostré más allá de mi ser; mi presencia de falsedad y mi aura fantasmal, ya que su tormento es mi placer, y yo no soy más que obra de su mente, no soy real, aun así, me da por propio y con aquel sufrimiento he de disfrutar».

Me pareció que se burlaba con dichas declaraciones, que su maldad era realmente grande y que yo no tenía forma de luchar contra aquellas situaciones. Proseguí con el día, sin darle muchas vueltas al asunto todo continuo sin esperar. Recibí una llamada sobre ir a un lugar. Respondí que iría a cierta hora, pero entre todo preferí mi viaje adelantar. Al salir de aquel recinto sin mucho caminar, tal vez con medida casualidad, una figura nuevamente se me apareció, esta vez a menos de 3 metros y con imprevista realidad; era ella, solo que realmente su persona y no la que me hacia mi mente en ocasiones observar. Ahora, ante tal situación, hasta mi fantasma tuvo impresión, lo cual me fue de perlas ya que no tuvo tiempo de espantarme o tomarme desprevenido, fue todo fulminante, aquel ser murió de infarto mientras yo estaba gratamente complacido de tenerla frente a mi luego de semanas sin su verdadera imagen percibir. Nos saludamos y caminamos. Le exprese a ella estas palabras, tanto mi perspectiva como la del ser fantasmal. Ella no dijo mucho. Nos despedimos, nos abrazamos como si nunca más nos volviéramos a ver, dijo que me cuidara y con ello no pude más que descubrir la perdida de mi ser, hubo auras de una presencia que me molestaría sin razón, ante la partida de ella el fantasma revivió.


Los ojos de Óscar Danilo Pérez Mazo

Alicia se despertó ese día con una sensación extraña, que atribuyó al sueño que había tenido y que no recordaba. Sentía como si alguien la hubiera estado mirando. Le pareció normal atribuirlo a esa rara sensibilidad de las mujeres para saber cuándo alguien las observa, acaso debido a un mecanismo de defensa desarrollado contra depredadores; en todo caso, no dejaba de inquietarla lo extraño que resultaba despertar con sensaciones pero no con recuerdos de lo soñado.

Se sentía rara, algo que no encajaba le combatía por dentro, y los compañeros de trabajo lo notaron. El cansancio de ese día la hizo desvanecerse cuando cruzó el umbral de su habitación al anochecer. La mañana siguiente, por no haber hecho caso a su alarma y no haber preparado lo necesario la víspera, debió correr a la ducha, de la ducha al armario, del armario al autobús. Ya compraría algo de desayuno al llegar a la oficina. Cuando tomó uno de los asiento intermedios en el vehículo y tuvo mediana calma para pensar, sintió escalofrío y miró de inmediato a su derecha, a las sillas contiguas: solo había una mamá sentada y un niño haciendo dibujos en la ventanilla, pero había sentido como si se posara sobre ella la mirada de algún viejo desagradable. Reconoció la extraña sensación del día anterior. Perdió el apetito y trabajó de muy mala gana.

Esta vez el regreso a casa fue distinto, a medida que se acercaba a la puerta disminuían sus ganas de entrar. No tenía sentido, esa era la razón por la que había preferido quedarse sola: para evitar encontrarse con hombres malhumorados e insensibles que entorpecieran su paz del otro lado. Pero no tenía más opciones, entró resignada y caminó rápido a su habitación. De repente y sin saber por qué, su casa había dejado de ser ese bastión de la privacidad que siempre había soñado. Cuando se recostó en su cama sintió que se ocultaba, como cuando se defendía de las discusiones de sus padres años atrás. Solo le quedaba dormir un rato y confirmar que era el tedio laboral el que la tenía así.

Hacia la media noche se despertó, más tranquila y pensando en el insomnio que ahora tendría que pasar antes de volverse a dormir. Una película era la alternativa, para relajarse y alejar de una vez los fantasmas de los dos últimos días. Salió a la cocina a oscuras y el escalofrío la visitó de nuevo, encendió la luz para arreglar comestibles.

Para regresar le sería suficiente la escasa iluminación que emitía el televisor. Cuando apagó la luz vio dos lucecitas flotantes a la altura de su rostro, a un metro de distancia. No comprendió inmediatamente de qué se trataba, hasta que reconoció un par de ojos que la observaban con espeluznante fijación. Soltó el recipiente con frituras que tenía sujetado. Intentó encender de nuevo la luz, pero no dio con el interruptor. 

El terror de Hondal de Emanuel Palacio Pérez

En el balcón del castillo que da a la plaza de Hondal, se posa una figura gigante y encorvada, cubierta por un velo rojo decorado con zafiros azules, e impone por igual miedo y respeto a todo quien pasa. Llama la atención del escriba Juno apenas lo ve, el terror de Hondal, como sacado de los libros, prudentemente conocido como el gran rey Keneth, de la casa Hondal, nombre que lleva no solo su linaje, sino también su ciudad y su nación. Más impresionante que sus hazañas es su longevidad, se cree que tiene hasta ciento treinta años, incluso es creencia popular que, por su edad y gran estatura, sea un descendiente de los gigantes. La gente viene y se arrodilla bajo su balcón, rezándole a aquel ídolo indiferente, creen que su monarca vivirá más que todos ellos, para siempre, sino hasta el fin de los tiempos.

“Disculpe...” le habla un joven castaño a Juno, señala su bolsa y pluma, “¿es usted Juno?, ¿El escriba?”, Juno asiente, “yo soy Edgar, miembro del consejo real”, dice el joven, “tengo entendido que se encargará del registro de nuestra biblioteca, quise venir personalmente y llevarlo yo mismo”, “un placer”, dice Juno en una voz quebrada, abatido por un sudor frio y un nudo en su garganta, “No hay porque estar nervioso” dice Edgar, con una sonrisa amable.

Edgar dirige a Juno a un pasillo cerrado con una puerta a cada costado, abre la de la izquierda, adentro hay una habitación espaciosa poco iluminada, llena hasta el fondo de estanterías altísimas repletas de libros. “Avíseme si necesita algo, mi oficina esta justo debajo” dice Edgar, “Perfecto, le contaré de mis avances en la noche”, responde Juno, intentando recuperar la calma. Edgar se va y ajusta la puerta, en cuanto deja de escuchar sus pasos, Juno empieza a reírse ligeramente, “Keneth Hondal” dice burlonamente “Un hombre… no, un país, tanto peso en un solo nombre, los dioses sabrán que sería de nosotros sin él” recita mientras saca un cuchillo de su bolso. Abandona la habitación y abre la otra puerta del pasillo, encontrandose con Keneth de espaldas, en la misma posición de hace un rato, sin perder el tiempo y frente toda la plaza, se acerca al monarca, lo rodea en un abrazo fraternal, asomándose sobre su hombro y le entierra el cuchillo bajo el abdomen, deslizándolo hacia su pecho.

En medio de un suspiro de victoria, Juno separa el cuchillo de su víctima, mas queda pálido de terror al encontrar la hoja totalmente seca, y del corte empieza a salir un olor putrefacto; desesperado, Juno se mueve frente al cadáver y levanta el velo carmesí, para encontrar la silueta de una calavera envuelta en vendas amarillentas. Mas solo él lo alcanza a ver, y pronto una corriente de viento devuelve el velo a su posición, ocultando el rostro mortuorio. Una flecha vuela desde la plaza y le atraviesa la nuca, saliendo por su boca; haciéndole perder el equilibrio “Vaya que la sangre es más densa que el agua”, piensa el escriba Juno mientras cae del balcón, “pero tal vez lo son aún más las ideas”. 

Vacío de Maryi Vanessa Vinasco Trejos

Un vacío en el pecho me invade, siento miedo no lo puedo controlar, quisiera esconderme en algún lugar y llorar hasta que el dolor se haya ido, pero no puedo tengo que resistir, ser fuerte, una voz en mi interior me dice que me rinda, que haga lo posible por ponerme a salvo, pero he decidido ignorarla. Nadie a mi alrededor se percata, intento que no sea evidente.

Han pasado apenas quince minutos y yo los he sentido como 3 horas ¡no corre el tiempo!, las piernas no me responden y estoy empezando a ver negro, trato de actuar con la mayor naturalidad que puedo, me siento para poder respirar mejor, y es entonces cuando dicen mi nombre y siento como una punzada me retumba en el pecho, se me acelera el corazón y me quedo helada por 5 segundos que a mi parecer fueron eternidades.

Me tiemblan las manos pero me levanto sin mirar a mi alrededor, camino algo tímida y logró reprimir el temblor de mis manos y me dirijo al escenario.