La primera vez que vi al perro,
estaba jugueteando con huesos de metal. De tanto en tanto, se levantaba y
dirigía de un lado a otro en el patio, recogiendo nuevos huesos oxidados que agitaba
con sus garras humanizadas. Se movía pausado, pero con un dinamismo elegante. Su
olor almizclado y energía feral correspondían a un ser licántropo y acechador.
Pero extraviado. El perro podía hablar como humano, pero detrás de sus ojos
ladinos y su hocico pardo, había nostalgia de manada perdida y noches
desposeídas de luna.
Una noche sin luna bajo la
lluvia, el perro caminó junto a mí. Sin la luna en el cielo parecía menos peligroso.
El perro era hábil con los huesos de metal. Esa noche el perro apiló los huesos
metálicos y armó una máquina que tenía sentido humano, que recordaba la
ingeniería de las máquinas de movimiento. El perro me contó de sus angustias y
sentí ganas de llevarlo conmigo a casa, de darle cobija y ayudarlo a olvidarse
del frio de la lluvia.
El perro tenía rutinas: iba
diariamente al patio de huesos, y trabajaba como todos los demás, apilando huesos.
Había otros seres antropomórficos de mirada vacía en ese patio. Había cuervos
malhumorados, ratas desconfiadas y un par de caballos anémicos. Las veces que
vi al perro trabajar era como ver un hombre silencioso, pero sus ojos seguían
siendo de bestia. Intenté llamarlo por su nombre, pero no respondía, tal como
los animales sin dueño o los que nunca han sido domesticados.
Empecé a conocer y querer al perro.
Tenía ganas de ponerle un nombre nuevo, quizá eso lo haría ser un perro pastor
o aventurero. Una noche cualquiera intenté llamarlo por muchos otros nombres,
pero se paró en su patas y me miró con ojos rabiosos, era como un lobo
acorralado con el lomo a contrapelo. Se abalanzó sobre mí, estuvo a punto de
devorarme. Me dejó arañazos que aún me duelen.
Corrió buscando refugio en el
prado oscuro, lo busqué y lo vi echado, dándose lengüetazos en el cuerpo. Luego
me di cuenta de que hincó con fuerza sus dientes filosos sobre su propia carne
y se abrió el abdomen. La sangre escurría a chorros sobre la tierra, vi salirle
vísceras negras. Se estaba arrancando a mordiscos su propio ser. Luego vino a
mí su nombre verdadero: Cerbero. Mientras el perro se despedazaba el corazón
recordé lo que una noche me contó, qué él se cortó dos de sus cabezas y las usó
para coserse la piel humana que vestía de día.
Cuando hubo acabado la carnicería
con sus tripas se volvió a lamer la herida y esta se empezó a sellar, las
costillas y el musculo se retorcían como en una convulsión de tejidos, hilando
una malla de células que reconstruían un abdomen donde antes hubo solo pelos y
coágulos negros. Violentamente, su espalda y cabeza recuperaron el aspecto humano
y echo a andar. Se perdió en el horizonte. Ya no le volverán a crecer sus otras
dos cabezas y a donde sea que esté solo deseo que no se mojé bajo la lluvia.
Muy buen relato, bastante interesante! Un gran amigo para recordar con cariño.
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