sábado, 1 de junio de 2024

La noche de todas las palabras de Andrés Felipe Arteaga Rivera

Al llegar a casa después de un día frente a una pantalla y escuchando a mis pacientes hablar de sus dolencias y enfermedades, era agradable ver a mi esposa y darle un beso, la amaba tanto. Me gustaba jugar con mis dos tiernos hijos, verlos crecer y ser felices en familia, aunque afuera todo el mundo pareciera sufrir. No fue hasta ese día que encontré esa carta en el suelo de mi casa que las cosas cambiaron y por primera vez entró el sufrimiento a esa casa. Esa noche no hubo reclamos; sin embargo, le avisé a Dayanne que el viernes en la noche saldría de la ciudad para ir de cacería con mis viejos amigos.

Recuerdo que el martes en la noche, Dayanne se escabulló entre la oscuridad hacia la sala. Decidí seguirla de forma furtiva, no se dio cuenta de mi presencia. Ella cogió el teléfono y marcó al dueño de la carta. Mi corazón ya estaba lleno de angustia, acelerado y desorbitado, mi frente sudorosa y mis piernas temblorosas. Escuchar que se verían el viernes después de mi salida, me destruyó el alma.

La mañana del miércoles, mientras me encontraba en el trabajo, sufrí un desmayo. Al recobrar el conocimiento, decidí releer la carta que llevaba en el bolsillo:

“Querida Dayanne, no dejo de soñar con tu cuerpo, con la gracia de tus ojitos bailarines y la armonía de tu sonrisa que se funde con la curva de tu cintura. Los hoyuelos le dan un toque secreto. Ansío poder verte una vez más, anhelo besar cada rincón de tu ser, hasta enloquecer o fenecer. Detesto simplemente que pertenezcas a otro hombre. Aun así, lucharé por ti todo el tiempo y seremos un solo cuerpo, Con amor, Monty”

La caligrafía era exquisita y sus palabras, verdaderamente encantadoras. A diferencia de mí, el fulano tenía un estilo cautivador.

Eran las 6:32 PM del viernes. Empaqué solo un revólver y una muda de ropa. Salí de casa y me despedí con un beso en la frente de Dayanne, luego me dirigí a dejar a los niños con mi madre; siempre quería cuidarlos como hizo conmigo, esa mujer que aún daba aguante estaba hecha de buena madera, y alcahueta como nadie, salí de la casa de mi madre, ahora solo quedaba matar el tiempo.

Volví a mi hogar, sintiendo frío y desolación. Por primera vez escuché que las bisagras rechinaban un poco, vi que la alacena estaba vieja y sucia, que el piso ya estaba manchado, que la madera de la mesa estaba acabada, que el juego de sala era anticuado y todo me parecía antiestético. Sin hacer mucho ruido, llegué hasta la puerta de la habitación; divisé algunas telarañas en el techo mientras escuchaba gemir a mi esposa; hacía mucho que no la escuchaba así. Aún recuerdo su cara de asombro, el fulano huyó como lo hacen todos los que buscan placer y no se preocupan por el riesgo.

No quería explicaciones. Saqué la carta, quise hablar, pero el nudo en la garganta me lo impidió; el corazón estaba a mil por hora. El revólver habló por mí: dos en el pecho y uno en la sien izquierda. Creo que ese día ambos quedamos muertos.

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